A estas alturas del siglo XXI, cuando se cumplen cien años del apogeo de la Sociedad de Masas, se sabe que los medios de comunicación determinan el conocimiento de las personas, en la medida en que transforman nuestra capacidad de percibir la realidad.
Como advirtió Walter Lippmann en 1922, “estamos aprendiendo a ver mentalmente porciones muy vastas del mundo que nunca podremos llegar a observar, tocar, oler, escuchar ni recordar”. Advertencia de la que se infiere una idea sencilla, pero revolucionaria: la mayor parte de nuestro conocimiento del mundo exterior no procede de nuestra experiencia directa, sino del relato que otras personas nos trasmiten sobre ese mundo.
La importancia de este pensamiento radica en que la realización de nuestra ciudadanía –al menos en las democracias liberales– está directamente condicionada por la cantidad y, sobre todo, por la calidad de la información disponible.
Los actuales desórdenes informativos (noticias falsas, infodemia, infoxicación, dicursos del odio, filtros burbuja, cámaras de resonancia, etc.) son significativos porque constituyen la realidad social que percibimos, a partir de la cual actuamos y tomamos decisiones. Es inaplazable, por lo tanto, un profundo análisis sobre el modo en que las personas nos relacionamos con los medios.
Simbiosis contenido / continente
Desde que McLuhan nos persuadió de que “el medio es el mensaje”, asumimos que el canal condiciona, por un lado, el contenido; y por otro, el modo simbiótico en que nuestra mente lo descodifica. Es decir, el contenido es inseparable del continente.
En esta línea, Giovanni Sartori teorizó en Homo videns. La sociedad teledirigida sobre cómo la televisión modifica la manera de interpretar el mundo por parte de las personas. ¿Qué implica, se preguntaba Sartori, que los niños de hoy aprendan a ver la televisión antes que a leer?
Dos tesis opuestas: ¿supercapacidades o limitaciones?
Veinticinco años después, la pregunta produce vértigo al observar la naturalidad con que los niños interactúan con las pantallas antes, incluso, de aprender a caminar. Este hecho formidable está en la base del debate entre quienes sostienen que internet nos convertirá en una especie más limitada (es la tesis de Nicholas Carr en Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?); y quienes vislumbran un ser humano con capacidades nunca antes vistas (es la tesis de Jeroen Boschma e Inez Groen en Generación Einstein: más listos, más rápidos y más sociables).
Inmigrantes, nativos y huérfanos digitales
Al hablar de cómo interactuamos con la tecnología, resulta inevitable recurrir a la clasificación de Marc Prensky sobre los “inmigrantes digitales” (adultos que han aprendido el lenguaje digital, pero que todavía recuerdan el analógico) y los “nativos digitales” (jóvenes de la Generación Z –nacidos después de 1985– para quienes lo digital es su lengua materna).
En la medida en que el ecosistema digital ha cambiado la forma de comunicarnos, la brecha de la nuevas generaciones con la de sus padres será considerada una de las mayores de la historia. Esta desconexión entre padres e hijos hace especialmente necesaria una adecuada formación en el uso de las nuevas tecnologías.
Sin adultos que acompañen a los más jóvenes en el proceso de socialización mediática que antaño se producía en el hogar de una manera natural, corremos el riesgo de que los “nativos digitales” acaben convertidos en “huérfanos digitales”.
La pantalla en la mano ha desterrado una escena cotidiana de las generaciones analógicas: la de la familia reunida ante una misma pantalla, compartiendo noticias, películas, series y programas de entretenimiento. Esta fotografía de color sepia contrasta con la actual imagen distópica que proyectan nuestros niños y adolescentes aislados, consumiendo terabytes de información, sin la referencia de un adulto que les acompañe, y les ayude a comprenderla, contextualizarla y darle valor.
Diez riesgos para las nuevas generaciones
Ante este escenario, podemos sintetizar los diez principales riesgos a los que se enfrentan las generaciones venideras y que merecen que apostemos por una correcta alfabetización mediática para fomentar el pensamiento crítico.
- Se ha perdido la jerarquía informativa. La cultura digital ha liquidado la función prescriptora del profesional de la información, como explica el filósofo Byun-Chul Han en En el enjambre. Las redes sociales sitúan cualquier mensaje en un plano de equivalencia intelectual, y ya nos cuesta distinguir lo importante de lo anecdótico.
- No sabemos quién habla. La celebrada democratización del acceso a los canales de comunicación de masas, antes privativos de una minoría profesional, ha traído como efecto inesperado el anonimato del emisor, anonimato sobre el que –dicho sea de paso– no existe la menor intención reguladora. Sin embargo, en la medida en que desconocemos quién nos habla, somos incapaces de intuir su intención comunicativa y de calibrar la calidad del mensaje.
- Más información, pero menos informativa. Asistimos a un proceso exponencial de acumulación de información que, a partir de cierto punto, se vuelve desinformación. El colapso de nuestra capacidad de asimilación provoca que, a partir de cierto punto, nuestro conocimiento no aumente de modo significativo. Aquí se hace valer el lema minimalista de “menos es más”.
- La tiranía de la brevedad. El código comunicativo de Internet es la inmediatez, entre otras razones porque la atención en las pantallas es extremadamente frágil. Esta circunstancia provoca que los hechos no puedan ser tratados con la profundidad y el contexto necesarios. Asistimos a una twitterficación o fragmentación del mundo en enunciados de 280 caracteres.
- Exceso de emotivismo. La monetización de los contenidos difundidos por Internet ha desencadenado una guerra sin cuartel por la atención del usuario. Esta batalla se libra a diario con contenidos emocionales, lo que está provocando un daño colateral: que las noticias relevantes tengan menos audiencia que las frívolas.
- Noticias falsas y desinformación. La propagación de bulos, de informaciones incompletas, descontextualizadas y de medias verdades merman la confianza de los ciudadanos hacia toda la información que circula por la esfera pública. Como se ha dicho muchas veces, el riesgo no es que las personas se crean eventualmente una noticia falsa, sino que dejen de creer en las noticias auténticas. En este sentido, se corre el riesgo de que un exceso de escepticismo entre los jóvenes devenga en una pérdida generalizada de la confianza en las instituciones.
- Cajas de resonancia mediática. La dieta informativa del usuario digital se elabora con los contenidos seleccionados por algoritmos opacos propiedad de compañías tecnológicas con intereses particulares. La sobreexposición de los jóvenes a unas redes sociales basadas en garantizar la homogeneidad de los contenidos mermará su capacidad crítica, al reducir la exposición a pensamientos diferentes.
- Polarización y discursos del odio. Al perder la perspectiva que ofrece una diversidad de planteamientos, los jóvenes tenderán a radicalizar los suyos propios, caldo de cultivo para los discursos del odio y la polarización ideológica.
- Espiral del silencio. La llamada cultura de la cancelación genera temas de los que parece que está prohibido hablar. La autocensura implica una pérdida de libertad y una merma del pensamiento crítico, en la medida en que los jóvenes sienten miedo a salirse de la corriente dominante.
- Dictadura del “me gusta”. Uno de los principales riesgos para los menores es el desarrollo de su personalidad en la cultura de la aceptación y del reconocimiento constante. Los efectos sobre la autoestima son devastadores, como muestra el documental The Social Dilemma.
En definitiva, afrontamos tiempos convulsos y de cambios veritiginosos en todos los órdenes de la vida. Como nuestros antepasados de hace un siglo, miramos al futuro conscientes de que el mundo de ayer se desvanece y de que algo nuevo está a punto de empezar.
Somos una sociedad hiperconectada e hipermediatizada como ninguna antes en la historia. Por eso resulta perentoria la alfabetización mediática, es decir, fomentar el pensamiento crítico, que no supone sino madurar y, como señala Jonathan Haidt en La transformación de la mente moderna, “aceptar que la vida es conflicto y la democracia es debate”. Hay que estar preparados.
*theconversation